El cielo estaba del azul del verano, unas esponjosas nubes altas y henchidas de voluptuosas formas se adornaban aquí y allá con su blanco irreprochable. Estos algodones gigantes flotaban etéreos en el aire tomando formas burlonas y mudando a otras al instante, por un momento me sentí cautivado y feliz, parecía haberse detenido el tiempo, comencé a soñarme a mí mismo como ese antiguo maya que observaba el cielo asombrado con tanta grandeza, entonces comprendí por qué tanta remota veneración al cielo, al sol y a las estrellas, a la naturaleza en general; nuestros antiguos amaban la naturaleza además de por las riquezas que les proporcionaba, por la grandeza y espectacularidad de cualquiera de sus manifestaciones. De improviso advertí turbado lo alejados que vivimos de nuestra madre, ahora nos hacinamos desmesuradamente lejos de ella y prácticamente no nos comunicamos; ignorantes nosotros mismos nos privamos de estos prodigios y los sustituimos por meros artilugios y absurdos artificios creados por nosotros mismos, como aquel niño chico que de pura rabieta le quisiera demostrar a su madre que se sabe divertir sólo, agarrándonos al televisor o a la videoconsola para así no tener que admitir que existen “paisajes” mucho más increíbles por su colosal belleza y su innegable autenticidad que cualquiera de nuestros fatuos inventos.
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