Si pudieras
ver la Gran Vía desde el cielo, percibirías que forma la columna vertebral que
comunica el centro turístico popular y el nuevo centro vital de la movida
madrileña moderna, la triple M. La Gran Vía es la salida y la meta desde donde
el peregrino del siglo XXI vive sus días y sus noches camuflado entre otros muchos
turistas, apresuradas carreras de ciudadanos nativos y foráneos, distraídos
paseos de algún carterista y la quietud mendiga de la capa más baja de una sociedad
tan cosmopolita, como metropolitana.
Si supieras
ver la Gran Vía desde este último escalón, lo primero que te sorprendería es la
inquietud y la urgencia que persigue a todas aquellas carreras que se disfrazan
de finales felices por las mañanas frente al espejo. Percibirías la extrema necesidad
con que buscamos la aprobación de nuestros semejantes rebuscando en el reflejo
de los escaparates ese último artículo aceptado por las clases más altas para continuar
cabalgando a lomos de la clase media, evitando en lo posible asomarnos al agujero
de la última capa de la sociedad, aquella sima donde habitan los mendigos, los desposeídos.
Aquellos que carecen de cualquier bien material y que paradójicamente han
quedado liberados de las cadenas del todopoderoso consumismo. Ellos, a ras de
suelo, aún pueden oler el miedo que esconden nuestras alocadas carreras exprimiendo
una limosna a la que llamamos tiempo de ocio.
Así que aferrada
a un brick su piedad brinda por nosotros.
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