Amaneció el día neblinoso como el de ayer, la turbia mañana ya prometía frio en la primera cola para el desayuno frente a la mugrienta fachada de una cantina perpetuamente abarrotada. Los pies entumecidos y apestosos se prometían el uno al otro un feliz fin de semana lejos de aquellos muros donde el clima solía ser tan cruel, con el único fin de falsificar el futuro más inmediato y poder afrontar el último día una semana más.
Entonces la turuta del cuartel llamó al primer examen de la mañana, los mandos pasaban revista parsimoniosos y con aire de indiferencia. Durante un interminable lapso de tiempo el teniente Izquierdo nos tuvo formados sin poder acomodar ni un ápice nuestra penosa figura. Las partículas en suspensión calaban unas bragas anegadas de escarcha bajo nuestras cuidadosamente rasuradas barbillas y el relente se colaba traicionero por nuestros pantalones hasta dormirnos la piel. El silencio aplastaba nuestro espíritu con la promesa de incontables dificultades durante las difíciles horas que quedaban por venir a manos de la cólera e inquina encubiertas bajo las entrañas de un teniente, que con los ojos cansados y el cuerpo chamuscado por los excesos nocturnos probaba por enésima vez nuestra frágil fortaleza mental.
Salvo en los cándidos perfiles de algunos novatos se comenzaba a mascar la tragedia en la compañía y como el ataque de una cobra, esta no se hizo esperar, de improviso el teniente comenzó a revisar las gorras una por una, arrestando dos días a los incautos infractores de las más elementales normas de policía en relación a la correcta utilización y conservación del uniforme militar. Ahí se terminó la promesa de nuestro breve retorno a los peroles del hogar, de esos dos días de libertad, de aquel fin de semana de fiesta, de no tener que madrugar, de rondar a nuestras pretendidas. Ahí mismo se terminó nuestra esperanza de escapar de aquella cárcel fugaz que se estaba tragando un año entero de nuestra breve juventud.
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