jueves, 19 de diciembre de 2013

Fast Food



Ayer soñé que vivía en un mundo post-apocalíptico en donde todos éramos huérfanos de una civilización que ya nadie alcanzaba a recordar. A las afueras de la ciudad había un zoológico abandonado en donde nos pasábamos las horas planeando estrategias de supervivencia y pequeñas escaramuzas contra alguna de las bandas rivales. Una tarde, tan gris como todas y cada una de las tardes que sucedieron al holocausto, habitábamos distraídos observando al tonto Román y a su hijo en un nuevo intento de hurtar algo de carroña al hombre-cocodrilo que ahora moraba la antigua piscina de los delfines; el tonto Román, poseído por la necesidad, hurgaba más allá de donde marca la prudencia y enterraba sus piernas en el lodazal que formaban las capas de hojas podridas, agua y ceniza que había apilado el correr del tiempo.

Espigado continuaba el relato de su reciente expedición más allá de los límites conocidos de la ciudad en donde aseguraba que aún se podía encontrar alguna tienda apartada que hubiera escapado a aquellas primeras oleadas de extrema necesidad que sufrió la ciudad tras la hecatombe y que ahora aguardaban pacientes a que los escasos supervivientes al hambre, al frio y a la difteria se aventuraran hasta sus apartadas tierras; cuando de la nada surgió el hombre-cocodrilo aferrando de una mano al tonto Román que se hundió en el lodo al primer envite y como un resorte nos asomamos a las herrumbrosas barandillas del delfinario convocados por el espectáculo de la caza. Inmediatamente salté al fondo de la piscina antes de poder pararme a pensarlo y en mi apresurado correr me armé con la primera piedra que encontré en el camino. El tonto Román se retorcía entre alaridos bajo el peso de su depredador, mientras yo rodeaba la escena con el objetivo de alcanzar la espeluznante cabeza de aquel espantoso híbrido entre hombre y cocodrilo que compartía la cara deforme de un ser humano con la mandíbula inferior de una bestia. Los nervios desviaron mi primer envite hacia la mano de la víctima acuciando su dolor, así que me concentré en la mandíbula inferior de la alimaña e infringí seis golpes seguidos con la potencia que embiste el miedo a morir, inmediatamente la bestia soltó la mano de su presa y reculó hacia su escondrijo mientras nosotros salíamos corriendo hacia las paredes laterales en busca de la libertad.

A media distancia de nuestra huída y armado con un largo barrote carcomido por el óxido, Espigado cubrió nuestra retirada hacia las sucias y escarpadas paredes de la piscina en donde nos aguardaba la medrosa multitud que se había arremolinado para presenciar otro capítulo de la batalla entre la vida y la muerte.

Una vez a salvo me rodeó un corrillo entre agradecido por mi valor y amedrentado por mi imprudencia. Un joven alto y delgado a quien no conocía me estrechó la mano en señal de respeto para comentar públicamente la valentía y gallardía que había demostrado jugándome la vida por salvar al tonto Román y a su hijo, que en ese mismo instante volvían a los bajos de la piscina en busca de su inevitable destino, poseídos como estaban por el demonio del hambre, ese veneno que te obliga a avanzar hacia la muerte, pues ella misma es quien te persigue.


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