Míralas
cuidadosamente a los ojos, porque no te resultará complicado interpretar las
señales si permaneces alerta. Mírala en el centro de cada ojo, donde
normalmente hay que explorar si uno quiere descubrir los ardides de la magia
negra. Si es una bruja, el cristalino cambiará de color, y verás la inquietante
silueta Baphomet o verás el apocalíptico
fuego profano bailando justo en el centro de ese punto. Te darán escalofríos
por todo el cuerpo. En realidad, las brujas no son tan maléficas. Parecen siniestras.
Hablan como las urracas a finales de invierno. Y pueden actuar como las alimañas
de la noche. Pero, de hecho, son seres completamente diferentes. Son amables,
dicharacheras y buenas compañeras que acatan con rectitud los códigos de su
secreta sociedad. Por eso tienen garras y gruesas pezuñas y ranas colgadas del delantal
y la obligación de mantener en secreto sus poderes mágicos, por todo lo cual
tienen que disimular lo mejor que pueden delante de los hombres y mujeres que
viven aterrorizados por su mala fama y reputación.
Nunca puedes
estar absolutamente seguro de si una mujer es usufructuaria de una escoba
voladora sólo con mirarla. Pero si lleva guantes, si tiene borceguíes de piel
de lagarto, los ojos fosforescentes, su pelo como la sima del Lago Rojo, y, si,
además, sus dientes parecen la cremallera que cerraba los pliegues del uniforme
de campaña del ejército de los Hunos, si tiene todas esas cosas, entonces, estas
delante de una de las auténticas hijas de la nigromancia.
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