Erase una vez que se era una jovencita llamada Mary. Mary tenía 14 años y estudiaba en un prestigioso colegio del condado de Chittenden, haciendo frontera con el añorado estado de New York. Por aquellos tiempos no era precisamente una chica popular, no formaba parte del equipo de animadoras, ni era rubia, ni tampoco lo suficientemente lista como para destacar en el equipo de ciencias; así que su vida pasaba monótona entre alguna broma relacionada con su peso, las aburridas clases y los frustrantes fines de semana encerrada en aquellos enormes centros comerciales rodeada de gente maravillosa que iba y venía de compras sin reparar ni tan siquiera un segundo en ella, ni en su caterva de amigas igual de insignificantes.
En lo más profundo de su ser, sus sueños viajaban a la edad de 18 años y a pasar por una clínica en dirección al vecino estado de New York para estudiar en la universidad, enamorarse de aquél príncipe azul que habita en los sueños de las adolescentes y vivir en un apartamento con vistas a Central Park.
Luego la vida no cumplió con el guión establecido y abordó la treintena como ama de casa y madre de dos niños, ahogando así todos sus sueños y expectativas de triunfar en la vida. Durante esa década y la siguiente fue digiriendo el fracaso de sus sueños y la llaneza de su vida, rodeada de dos hijos preadolescentes y de un esposo tan insignificante como aquella caterva de amigas que la rodeaba en su juventud en aquel distante paraíso de los centros comerciales que nunca se avino a aceptarla.
Así afrontó la apertura a su particular década de los 50, aferrada a la costumbre de vivir y de consumir, con la firme intención de enterrar sus pueriles sueños bajo el peso de aquel disfraz, adornado de los más exclusivos artículos, que le concedía el poder de mirar a la vida con el mismo desprecio que ella le había mirado desde siempre. Ojo por ojo.