Ayer soñé
que vivía en un mundo post-apocalíptico en donde todos éramos huérfanos de una civilización
que ya nadie alcanzaba a recordar. A las afueras de la ciudad había un zoológico
abandonado en donde nos pasábamos las horas planeando estrategias de
supervivencia y pequeñas escaramuzas contra alguna de las bandas rivales. Una
tarde, tan gris como todas y cada una de las tardes que sucedieron al
holocausto, habitábamos distraídos observando al tonto Román y a su hijo en un
nuevo intento de hurtar algo de carroña al hombre-cocodrilo que ahora moraba la
antigua piscina de los delfines; el tonto Román, poseído por la necesidad,
hurgaba más allá de donde marca la prudencia y enterraba sus piernas en el lodazal
que formaban las capas de hojas podridas, agua y ceniza que había apilado el correr
del tiempo.
Espigado continuaba
el relato de su reciente expedición más allá de los límites conocidos de la
ciudad en donde aseguraba que aún se podía encontrar alguna tienda apartada que
hubiera escapado a aquellas primeras oleadas de extrema necesidad que sufrió la
ciudad tras la hecatombe y que ahora aguardaban pacientes a que los escasos
supervivientes al hambre, al frio y a la difteria se aventuraran hasta sus
apartadas tierras; cuando de la nada surgió el hombre-cocodrilo aferrando de
una mano al tonto Román que se hundió en el lodo al primer envite y como un
resorte nos asomamos a las herrumbrosas barandillas del delfinario convocados por
el espectáculo de la caza. Inmediatamente salté al fondo de la piscina antes de
poder pararme a pensarlo y en mi apresurado correr me armé con la primera
piedra que encontré en el camino. El tonto Román se retorcía entre alaridos
bajo el peso de su depredador, mientras yo rodeaba la escena con el objetivo de
alcanzar la espeluznante cabeza de aquel espantoso híbrido entre hombre y
cocodrilo que compartía la cara deforme de un ser humano con la mandíbula
inferior de una bestia. Los nervios desviaron mi primer envite hacia la mano de
la víctima acuciando su dolor, así que me concentré en la mandíbula inferior de
la alimaña e infringí seis golpes seguidos con la potencia que embiste el miedo
a morir, inmediatamente la bestia soltó la mano de su presa y reculó hacia su
escondrijo mientras nosotros salíamos corriendo hacia las paredes laterales en
busca de la libertad.
A media
distancia de nuestra huída y armado con un largo barrote carcomido por el
óxido, Espigado cubrió nuestra retirada hacia las sucias y escarpadas paredes
de la piscina en donde nos aguardaba la medrosa multitud que se había
arremolinado para presenciar otro capítulo de la batalla entre la vida y la
muerte.
Una vez a
salvo me rodeó un corrillo entre agradecido por mi valor y amedrentado por mi imprudencia.
Un joven alto y delgado a quien no conocía me estrechó la mano en señal de
respeto para comentar públicamente la valentía y gallardía que había demostrado
jugándome la vida por salvar al tonto Román y a su hijo, que en ese mismo
instante volvían a los bajos de la piscina en busca de su inevitable destino,
poseídos como estaban por el demonio del hambre, ese veneno que te obliga a
avanzar hacia la muerte, pues ella misma es quien te persigue.