Atravesando las
espesas volutas de humo su encolerizada voz aún mascullaba un millón de improperios
capaces de romper los vasos de cerveza que volaban de unas mesas a otras en la
recién nacida batalla campal en que se había convertido aquel tugurio de
carretera que apestaba a azufre, mientras, ella escapaba de objetos voladores no
identificados y trifulcas con olor a cuentas pendientes con la taimada elegancia
de quien, alcanzado el objetivo, encamina sus pasos hacia la puerta de salida.
Cuando el
diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo.
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