Fallan las luces indirectas del espejo de aseo mientras contemplo absorta por última vez mi rostro de plebeya y el efecto que produce su titilar insinúa los expectantes flashes de todos aquellos periodistas que aguardan a que llegue la futura princesa de Dinamarca. Aún no me lo puedo creer, pero hoy es el día en que por fin me voy a casar con el príncipe heredero, es la primera vez en la historia de este país que alguien ajeno a la aristocracia contrae matrimonio con la realeza.
Esta tarde todo el mundo estará pendiente de nuestro enlace a través de la televisión, y la gente entusiasmada me agasajará por las calles engalanadas para tan ilustre acontecimiento mientras me dirijo en la carroza real a través de las principales avenidas de la ciudad en dirección a la catedral de Nuestra Señora de Copenhague. Seguramente mi madre no podrá evitar que se le salten las lágrimas cuando vea descender a su hija los peldaños del pórtico catedralicio, bajo una nube de pétalos de rosa, cogida del brazo de un marcial príncipe de Dinamarca.
Quiero que el pueblo me vea como una reina elegante, pero sin aspavientos, una reina que respeta a sus súbditos, asumiendo con naturalidad la responsabilidad del cargo. Ya habrá tiempo de festejar después de la solemne ceremonia religiosa y las pomposas obligaciones con las demás casas reales; entonces y sólo entonces, me soltaré la melena en brazos de mi regio esposo y bailaremos al rededor de una botella de champagne sobre las inmensas alfombras persas que abrigan el salón del trono. Bailaré hasta el amanecer, rodeada de mis amigos y de nuestro círculo más cercano.
Ahora, mi corazón no puede esperar a que llegue ese momento, a escasas horas para que comience la ceremonia se me hace eterna la espera en esta lujosa habitación en donde aguardo a que me recoja la carroza de Blancanieves para conducirme hacia la gloria, el lucimiento y el aplauso.
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