Beltrán se levanta como todas las mañanas, se dirige al baño, mea, no tira de la cadena; baja entre pijamero y rebuño de pelo a la cocina; obviamente no piensa dar los buenos días y con mal gesto exige su desayuno. Si batallar latosamente con su madre es lo corriente, hoy se propone tardar otros veinte minutos más, solo por vicio, con la esperanza de escuchar algún reproche más, pero nada; todo es calma, todo es eficiencia. Finalmente su madre recoge la ropa del suelo, le instala en el todo terreno, le besa en la frente y cierra la puerta.
Sergio lleva despierto media hora, con la mirada clavada en el 17 de la camiseta que cuelga de la silla de su habitación, pero no dice nada porque aún es de noche, se siente un poco nervioso porque hoy toca partido y ha soñado que marcaba su primer gol, ese que no termina de llegar. Cuando por fin escucha ruido en la cocina, se levanta y se dirige al comedor donde mamá y papá preparan el desayuno de los sábados, ese día que desayunan juntos, ellos toman café italiano, tostadas y zumo; Sergio Cola‑Cao y sus galletas preferidas untadas con nocilla. Distraída la tele hecha un popular programa matutino de bromas y trompazos hasta que llega la hora del partido. Allí el entrenador les da los últimos consejos, los últimos gritos, y los padres todo el ánimo. Comienza el partido y Sergio está en el banquillo. A los quince minutos marca Jorge Matamoros, el goleador del equipo, todos aplauden y el 17 en secreto envidia su gloria. En la segunda parte Sergio sale de inicio y ya en el primer lance de la reanudación lucha por hacerse con un balón colgado del cielo, diestramente lo baja con un pie y su pequeño cuerpo comienza a correr de cara a portería, pero cuando menos se lo espera aparece el pie de Beltrán de la nada y le quita el balón; con rabia Sergio se da la vuelta al instante e intenta con todas sus fuerzas recuperarlo en el cuerpo a cuerpo, pero entonces siente un fuerte golpe en su ojo, cae al suelo, oye gritos, oye aplausos, oye gol; se levanta y ellos han marcado, el tal Beltrán pasa a su lado y le dice "te jodes pringao".
Termina el partido con victoria visitante y se saludan los contrincantes, todos menos el desgreñado Beltrán, el ni se acerca a dar la mano, sabe que todos le miran y parapetado en su mal gesto los mira a todos desde la distancia, desafiante, con sus ojos de fuego juega a dar balonazos a la tapia; la casualidad quiere que el balón se escape fuerte y rodando en dirección a Sergio. Apremiado por el instinto persigue el balón antes de que salga a la calle; pero cuando casi lo tiene en los pies se para, el balón pasa por debajo de la valla y el autobús de línea hace el resto. Entonces Sergio se gira y dibuja una enorme O que tapa con las manos, mientras pone cara de sorpresa y con la mirada pide disculpas. Su gol llegará otro día, pero hoy se va contento comiendo el bocata de la victoria.
Ya en el coche Beltrán aprieta los dientes mientras escucha los velados reproches de su padre, mientras asume impotente que su oportunidad ha pasado y todo pinta que esta será la primera y la última vez que su padre abandone el confort de su despacho para llevarle a ridículos partidos de fútbol infantil. Ni siquiera le ha felicitado por el gol.
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