En el fondo
del callejón nos amontonamos al rededor de nuestra última víctima y cada uno
pellizca lo que puede de los restos de cerebro que se han pegado a la base del
cráneo, ahí es donde residen los mejores recuerdos, dentro de unas glándulas
que posibilitan la percepción y la comunicación, engullimos sus experiencias y
anhelos con pausa, devoramos su vida con deleite, como a nosotros nos devoraron
la nuestra. Es un ritual que puede pareceros sangriento y brutal, pero es un
ritual que por unos instantes nos acerca de nuevo a una vida y a unos recuerdos
ya olvidados.
Y no es que
ahora vivamos demasiado mal como zombis, uno se acostumbra a esta rutina nuestra,
a veces tan irritante, que es la total ausencia de velocidad, también te habitúas
al hedor, ya que no tenemos sentido del olfato. Pocas veces estamos solos y no nos
preocupamos por nuestro aspecto, por el trabajo, por los hijos, por la hipoteca
o por nuestro equipo de fútbol. Tenemos todo el tiempo del mundo para vagar de
acá para allá en pos de conquistar el mundo, puesto que nosotros no podemos a
morir, pero algunas veces, cuando devoramos un cerebro, una pequeña descarga,
una corriente eléctrica recorre nuestras venas ciegas y nos recuerda que una
vez estuvimos vivos.
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