El sol
calienta el azul del cielo, mientras la brisa empuja la arena hacia las dunas
con la bulla de un hormiguero ante la llegada del otoño, y aquí, a la sombra, saboreamos
más el pomposo asalto con que tantea el mar a la arena bajo el único propósito de
anegarla en cada embate y retirada. Salpicados a su suerte los caídos pueblan la
espuma que se extingue en forma de salitre bajo la arena mojada, definiendo
inevitablemente la frontera que existe entre el los cuerpos sólidos y los
cuerpos líquidos.
El murmullo nos
llega amortiguado por los incontables años de contienda y la monotonía de su
jerga. Así que cuando los chiquillos juegan a defender la playa de la ofensiva con
sus propios cuerpos, chocando, entre risas, las olas venidas a menos, las niñas
pactan vaciar al mar por el sumidero improvisado de su castillo de princesas. Desde
el exilio de la madurez nosotros, refugiados del sol, esperamos distraídos a que
termine la batalla para poder saborear la calma chica que se vive entre
guerras.
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