miércoles, 27 de junio de 2012

La Montaña de la Felicidad

Hace mucho, mucho tiempo, durante la época de las grandes proezas humanas, ya corría de boca en boca entre los aventureros la leyenda de la montaña de la felicidad, una montaña que según los más antiguos otorgaba la ansiada ventura a quien osara conquistarla. Cosa que hasta ese mismo momento se antojaba imposible puesto que ya desde sus laderas, las escarpadas pendientes eran tan abruptas y pronunciadas que tan sólo eran habitadas por lagartos, líquenes y cabras montañesas. Ya en las alturas, su cúspide, exhibíase tan elevada que parecía estar exquisitamente destinada como colosal peana para los nidales donde buitres y águilas graciosamente consentían criar a sus reales linajes.

Pero la casualidad quiso que durante un inframomento en la perpetuidad de la popular montaña, coincidieran en sus faldas dos intrépidos aventureros con la manifiesta intención de atacar su cima.

Mientras uno, llamémosle Fritz, viajó ad hoc hasta la base de la montaña decidido a buscar la ruta más accesible en sus múltiples mapas, equipándose y sirviéndose de todos los avances para asegurarse el alcanzar la cumbre en el menor tiempo posible; el otro, llamémosle Claus, llegó allí gracias a la casualidad, pero también a la curiosidad que le habían provocado las crónicas de los más locuaces habitantes de las tabernas aledañas a tan fantástica cumbre.

El pertrechado Fritz atacó a la montaña con la fuerza y la firmeza del más tenaz de los escaladores seguro de lograr su meta; más parsimonioso, Claus no eligió una ruta, sino que ella le eligió a él, ya desde su espontáneo arranque, fue adornándose en cada uno de los elásticos movimientos que le ascendían hacía la cúspide, de pronto paraba, miraba hacia arriba, miraba hacia abajo y volvía a su tarea de escalada con el primor con que un pastelero maneja la manga de la nata montada para filigranar su propio pastel de bodas. Así, tras largas horas coqueteando con su amada llegó a la cima y radiante de felicidad, dejó colgar sus fatigadas piernas al borde del precipicio, contemplando el hermoso paisaje que se mostraba ante él, a través del límpido aire de las alturas, la alta montaña siempre había sido lo más cercano a volar... y ahora, nuestro Claus volaba.

Toda esta felicidad que le embargaba se vio lacónicamente interrumpida por la aparición de un Fritz contrariado que llevaba ya un largo rato pateando el techo de la mítica montaña esperando a que se cumpliera no se sabe muy bien qué para acabar encontrándose a un Claus con cara de pánfilo mirando al infinito, su orgullo de montañero se sintió aún más herido, Fritz había atacado a esa montaña con toda su energía y toda su fuerza, aplicando todas las técnicas de las que era capaz para coronar la mítica cumbre el primero, pero una vez arriba no le había embargado un estado de felicidad especial ni nada parecido, simplemente había llegado y se sentía cansado, todo ese esfuerzo había sido en vano, pensaba él, y entonces al ver a Claus experimentando esa felicidad de la que él se creía legítimo merecedor, se sintió ridículo y esto le enojó sobremanera, así que haciendo un airoso desplante a Claus con la vana intención de herir el orgullo de la dichosa montaña, giró en redondo con aire de infantil suficiencia y entre bufidos e improperios comenzó el descenso de la montaña.

Mientras bajaba, de tanto en cuanto no podía evitar mirar de soslayo hacia arriba adivinando en lo más alto la feliz figura de Claus, a medida que bajaba, más miraba a la cima, pero llegó un momento en que ya no se distinguía a su oponente, la cresta era impresionante vista desde abajo, su gallarda figura rompía el cielo.

Una vez que Fritz alcanzó el campamento, mucho más relajado, posiblemente gracias al esfuerzo que supuso un descenso casi tan complicado como lo había sido el ascenso, se quedó plantado, mirando a lo más alto de la montaña, como si fuera un escultor y hubiera terminado su gran obra, el orgullo le embargó de abajo a arriba e incluso sus azules, fríos y calculadores ojos, húmedos brillaron de emoción al ver aquella estampa, aquella montaña, llamada de la felicidad, porque a unos de una manera y a otros de otra, a todos les otorga ese momento de orgullo y regocijo para con sus almas.

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